martes, julio 19, 2005

19 de julio del 2002

Hace tres años murió Don Roger, mi padre. Para los que lo conocieron y para los que no, va una foto de Pedro Meyer tomada hace casi veinte años en el famoso Bar Nueve (mi papá es el de lentes), y algunos testimonios de amigos míos que lo trataron lo suficiente como para dejar unos cuantos testimonios (que se publicaron poco después de su fallecimiento en un número de Generación). Salud!

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Anecdotario mínimo de Don Roger

I. Cinco anécdotas cinco
Jaime Muñoz Vargas

Rogelio Villarreal solía invitar amigos a departir con él en su minúsculo departamento de Torreón. Era disparador, generoso. Durante un tiempo ?les pichó las caguamas? (así decía él) a dos jóvenes poetas con quienes conversaba, bebía y fumaba durante largas horas. En alguna ocasión se enfrascó en una polémica con uno de los jóvenes poetas. La molestia del muchacho fue tanta que con un cuchillo arremetió contra don Roger y logró propinarle un puyazo en la indefensa espalda. Chorreó sangre, llamaron a la Cruz Roja, y en ningún momento el viejo denunció al agresor. Pasadas las semanas, don Roger me narró los pormenores del altercado. Pudo recurrir a las instancias judiciales, pero su aprecio por el joven escritor era mucho y no quiso afectarlo. Sólo le guardó un tenue resentimiento enunciado con un retruécano para mí imborrable:
?Yo sabía que era un poeta maldito, no un maldito poeta.

* * *

Hay una estrofita del dominio público entre los laguneros. La oí por primera vez en mi adolescencia, o tal vez antes. La memoricé, y durante años he sentido que ella condensa, humorística y cruelmente, nuestra norteña barbarie. En 1997 negocié con don Roger la impresión de un libro. Lo visité varias veces a su departamento, y en una de nuestras conversaciones surgió el tema. Me dijo que cuando era estudiante a él se le ocurrió escribir esos terribles versos. Desde el principio corrieron con suerte entre todos sus compañeros, y hasta la fecha sobreviven como santo y seña de nuestra laguneridad. Sea o no de don Roger, esa estrofa admite una breve disección literaria: la primera línea dibuja con maestría la mayor peculiaridad de nuestro entorno geográfico; la segunda ?obra maestra de la brutalidad escatológica? sigue siendo realidad visible y olfateable en la Comarca Lagunera; el verso tercero pinta de una sola pincelada a todos los nuevos irritilas; el cierre incorpora, sin ánimo poeticista, la más notable característica de nuestro clima. En cuatro versos, pues, se perfila el contorno físico y espiritual de nuestra chula tierra. Va la estrofa íntegra y sin censura:

Cerros chatos y pelones
tajos llenos de cagada
una bola de cabrones
y un calor de la chingada.

* * *

En una ocasión me encontré a don Roger en la presentación de un libro. Llegó agitado y con una burla escondida tras el gesto. Le pregunté qué le ocurría, y me platicó que acababa de tener un extraño encuentro. Caminaba por la calle cuando se le acercó una viejecilla con una canasta.
?Ándele, señor, cómpreme un dulce ?le dijo la mujer.
?No puedo, soy diabético ?respondió don Roger.
?Entonces deme una ayudita por el amor de dios.
Don Roger no traía monedas, pero sí una espléndida respuesta:
?Tampoco puedo. Soy musulmán.
?¿Y eso qué es?
?Tengo otro dios, no el suyo.
?Por eso les caen esas enfermedades. Por no creer en dios nuestro señor se los llevará a todos la chingada. ¡Cómo se les ocurre creer en otro! ¡Sólo hay uno! ¡Sólo hay uno!

* * *

Rogelio hacía libros para sobrevivir. En una ocasión le imprimió una edición de autor a un pobre hombre que en La Laguna se dedica todavía a escribir montañas de basura, seudopoesía y seudohistoria. Yo quería saber qué opinaba de esos lamentables autores a los que por necesidad les imprimía sus bodrios. Don Roger me enseñó el mamotreto del escritorzuelo aquel. Había allí una hoja plegable con un intrincado árbol genealógico elaborado a mano, además de cientos de fotos y párrafos inservibles. Rogelio entonces editorializó, meneando la cabeza tocada por su panamá de Mike Brito y echando el humo de su Delicados:
?Un esfuerzo digno de mejores causas, sí, un esfuerzo digno de mejores causas.

* * *

Algunas conversaciones de don Roger hubieran intimidado al marqués de Sade, quien a su lado quedaría rebajado a la categoría de tío Gamboín. En una reunión, mientras todos mencionaban encuentros y conquistas amorosos, Rogelio tomó la palabra para narrar una escena de zoofilia. Contó que en su juventud fue a un rancho, y allí vio a un jornalero echarse a una cabra. Todos nos quedamos boquiabiertos hasta que alguien, al fin, pudo preguntar:
?¿Y qué ocurrió después, don Rogelio?
?Nada, sólo que el ranchero no pudo terminar porque se puso celoso el cabrón, en este caso sin metáfora.


II. Réquiem para Don Roge

Daniel Herrera

El conductor del taxi cruzó la calle sin fijarse en el rojo. La camioneta frenó pero no fue suficiente: el golpe hizo que el carro diera un par de vueltas y se estrellara contra un poste de luz. En esos momentos yo estaba tocando a la puerta de Rogelio Villarreal Huerta, Don Roge. La mujer que lo cuidó en sus últimos días salió inmediatamente, movida por la morbosidad y diciendo: ?Ay, qué feo, don Rogelio, qué feo choque pasó en la esquina.? Don Roge estaba acostado en uno de sus sillones, rodeado de ventiladores, combatiendo el calor aplastante de Torreón. ?¿Ah, sí? No me importa?, fue su impasible respuesta.

* * *

A Don Roge lo conocí gracias a su hijo, Rogelio Villarreal. Su padre era un personaje de esta ciudad norteña, una leyenda viva ?desde hacía mucho tiempo circulaban muchas historias truculentas sobre su vida. Editor de escritores mediocres (exceptuando algunos: publicó un ensayo de Miguel Báez sobre la obra de Rulfo; también algo de Jaime Muñoz y Saúl Rosales, quizá los mejores escritores de la laguna), era inconfundible: la cara casi transparente gracias al mal del pinto, vestido de guayabera, siempre con su sombrero blanco y el bastón que lo ayudaba a caminar. En todas las presentaciones de libros, en todas las exposiciones, en todas las obras de teatro, en todos los eventos de la bonita familia cultural lagunera. Apreciado por la mayoría y sólo rechazado por alguno que otro bienpensante. Al final ya casi no iba a ningún lugar y cruzaba las calles despacio, retando a los conductores, como quien sabe de la poca importancia de aventajar unos cuantos minutos al reloj.

* * *

Visité su casa un par de veces, siempre con algún encargo de su hijo que vive en el DF. Una ocasión fue para llevarle su libro: Cuarenta y 20, publicado por Moho. Su respuesta fue contundente: ?Este muchacho que escribe estas cosas... si ya Henry Miller lo hizo, ¿para qué hacerlo de nuevo??

* * *

Volví a visitar su casa cuando vino Rogelio a despedirse de él. Hice lo que muchos amigos de Don Roge habrían querido hacer (Jaime Muñoz se lamenta por no haber estado en la ciudad durante esos días). Él vivía en una pequeña casa de dos pisos. Subí las escaleras y entré a su cuarto. La palabra exacta es: alucinante. Pude ver la cantidad impresionante de libros que tenía. Los libreros eran los muebles principales, en una esquina había una pequeña cama, parecía la cama de un moribundo. Conté cerca de cuatro o cinco ventiladores, un refrigerador pegajoso ?lo abrí y dentro del congelador encontré los restos de un six. Enfrente una pequeña barra vacía, la habitación casi a oscuras gracias a las cortinas; cuadros y fotos colgados de las paredes y en una esquina un mueble con figuras de porcelana, ¿no es una escena encantadora?

* * *

Lo más importante eran los libros: Cortázar, Borges y Onetti junto a Groucho Marx y George Simenon; Fadanelli y escritores malditos junto a libros de trucos y bromas. Al parecer Don Roge leía todo lo que le caía en las manos.

* * *

Estuve ahí mientras su familia se repartió las pertenencias, me sentía un invasor. Ahora estoy leyendo la Última salida para Brooklyn, de Hubert Selby Jr. Lo tomé de uno de sus libreros. Don Roge era generoso, cualquiera que fuera a pedirle alojamiento por una noche podía encontrarlo en su casa. Por eso me alegro de tener ese libro: fue su herencia, aunque yo no fuera parte de su familia.


III. Batallas en el desierto

Guillermo Fadanelli

De don Rogelio Villarreal ya otros realizarán el recuento de su entusiasta labor como editor y hombre de letras. No merece menos un hombre que trabajó para la literatura de una manera tan generosa. Yo sólo quiero escribir el cuánto siento que nos haya dejado sin antes hacerse viejo de a deveras. Coincidí con él en algunas reuniones a las que me invitaba su hijo Rogelio. Me sorprendía que me leyera, pero sobre todo que me leyera con atención. En algún momento nos apartábamos del bullicio de los invitados para conversar sobre literatura. Me hizo comentarios sobre mis primeros libros con especial sentido crítico. Tenía una voz enérgica, pero pausada. Y una sonrisa de hombre perverso. La primera vez que conversamos me preguntó si en realidad era yo el personaje de mis propios artículos. Le respondí que sólo a medias porque nada de lo que había hecho en mi vida rebasaba la mediocridad. Sonrió antes de decirme: ?Me parece que efectivamente eres el personaje de tus propias historias.? En otra ocasión, durante una pequeña fiesta en casa de su hijo, Don Rogelio bebió sin pudor alguno al mismo ritmo que nosotros. En un principio titubeamos frente a la imagen del viejo respetable que presidía el encuentro desde su sillón. Cuando nos dimos cuenta de que estábamos frente a un hombre de espíritu lúdico y vocación pantagruélica para gozar con toda clase de vicios, no tuvimos más remedio que reconocerlo como el más joven de la fiesta. A mí me sorprendió siempre la relación que llevaba con su hijo Rogelio. Una amistad más que una obligación filial. Los envidiaba, pues yo con mi padre jamás pude tener esa vena de complicidad que suelen llegar a tener los hombres a pesar de su parentesco. La formalidad jamás abrió puertas en la relación con mi padre quizás debido a que desde niño me fue impuesta la imagen de su autoridad incuestionable.
Hace unos meses estuve en Torreón. En cuanto descendí del avión sentí el calor cínico del desierto. Había llegado a la Comarca Lagunera, tierra del Santos y de los Villarreal. Sólo estuve dos días, sin embargo conocí por primera vez en mi vida cuál es el verdadero sentido de una cerveza helada. Una noche reunidos en la azotea de una casa ?el calor vuelve callejera a la gente? varios escritores recordaron anécdotas de don Rogelio. Cada uno sabía un cuento distinto. Entonces me di cuenta de que no sólo se trataba de un mito torreonense, sino que además hablaban de él con una simpatía fraternal. Una de las anécdotas que más recuerdo es aquella que narra la pequeña fiesta que Don Rogelio organizó en su casa para sus amigos más viejos, entre ellos algunos eminentes hombres públicos torreonenses. Les prometió una noche diferente, oferta que todos tomaron con escepticismo. Cuando el aquelarre acabó los viejos no tuvieron la menor duda de que habían asistido a la reunión que abría las puertas del nuevo siglo. ¿Qué pasó aquella noche allí dentro? Existen varias versiones, pero don Rogelio se llevó el secreto a su tumba. Además de hombre culto era un hedonista. En estos tiempos donde abundan los pusilánimes nadie sabe vivir de acuerdo con sus vicios. Qué importancia tiene vivir diez o veinte años más metido en un ataúd virtual o sometido a las castrantes reglas de una disciplina longeva. He visto a hombres jóvenes morir a pesar de haber extremado sus cuidados médicos (uno de ellos era macrobiótico). Don Rogelio sobrevivió a varios infartos que estoy seguro disfrutó como se disfruta el recuerdo de las batallas ganadas. La tristeza que nos causa su ausencia no se compara con el placer de haber compartido su vitalidad. Yo fui beneficiado de su conversación. Ahora me quedan algunos libros de su biblioteca, la amistad de su hijo y el recuerdo de su voz prominente y sabia.

De blog a blog

(publicado en El Angel del diario Reforma el 10 de julio)

A veces me pregunto cómo se las arreglan todos aquellos que no escriben, componen o pintan para liberarse de la locura, la melancolía y el miedo, el pánico, inherente a la condición humana.
Graham Greene

Son muchos los autores estadounidenses reconocidos, como el crítico de la cibercultura Mark Dery y los poetas y teóricos Jonathan Mayhew, Nick Piombino y Ron Silliman, que escriben en weblogs, o blogs, esto es, sitios en la red prediseñados y listos para vaciar textos e imágenes y sonido en ellos; bitácoras electrónicas, diarios personales e incluso libros en proceso y en línea. Dery, por ejemplo, también ofrece sus servicios como conferenciante y articulista y vende sus libros Escape Velocity y The Pyrotechnic Insanitarium, además de contar con un organizado archivo de sus principales ensayos publicados también en boletines y revistas. De este lado, '¿quién será el primer escritor hispanoamericano de las grandes ligas en hacer su blog?', pregunta Heriberto Yépez, que profundiza en las cuestiones de la autopublicación electrónica (en www.literaturas.com/heribertoyepezweblogfebrero2003.htm). '¿Por qué se han tardado tanto? ... Por favor bajen del Olimpo y ya entren al Internet. Click here'. Quizá podamos apostar a que muchos de los grandes autores no lo harán porque prefieren la seguridad y el prestigio que otorga publicar con tinta en las editoriales terrestres -y por el proverbial miedo al cambio-, pero hay otros como Cristina Rivera Garza, Alberto Chimal, Luigi Amara y Tryno Maldonado, entre tantos otros, que sin el menor reparo escriben (postean) puntualmente notas, comentarios, poemas, aforismos, insinuaciones, recados, bromas, bosquejos, recomendaciones y toda clase de textos literarios, biográficos -y no- en sus respectivos blogs ('Cosas personales y también lo que sucede alrededor de este confuso e inagotable océano digital', apunta el investigador Antulio Sánchez en el suyo), además de fotografías e ilustraciones, canciones y sonidos, que son leídos/vistos/escuchados también con regularidad por una cifra quizá abultada de lectores mexicanos y extranjeros que a su vez probablemente son también escritores en sus respectivos blogs. (¿Es el ciberespacio acaso el único lugar sin fronteras?)
Hay quienes incluso tienen dos o más blogs para cada necesidad, como el prolífico Fernando Nachón, que diseñó uno para hablar de sus novelistas preferidos y otros para sus diferentes escrituras, y los que incluso escriben en dos o más idiomas o jerigonzas ciberespaciales, como el tijuanense Rafa Saavedra (uno de los primeros bloggernautas) y el crítico Ernesto Priego. Existe también una extensa comunidad de tipógrafos que prefieren usar pseudónimos (Autocomplaciente, el Judío, Urymonsta, la señorita Masturbación, el Charquito) por varias razones, aunque significativamente entre éstos abundan las invectivas y los denuestos contra otros habitantes del ciberespacio o las fantasías voluptuosas y hasta pornográficas (véase, por ejemplo, el blog del especialista Jorge Rueda). Y quizá haya varios casos más de blogs apócrifos, además del que le hizo de manera anónima a Guillermo Fadanelli un solícito fan oculto que se encarga de subir algunos de los artículos que este escritor publica en diferentes espacios impresos. Desde luego, entre los miles de bloguitas (como los bautizó Rafa Saavedra) hay hackers que destruyen blogs por venganzas o por simple gusto, como sucedió hace unos días con los del Chango 100 y la poeta y melómana Karlatone, quien nos comparte su desconcierto: 'Me acordé de mi clase de política internacional comparada, del terrorismo en particular, del hecho de no tener un enemigo con rostro y domicilio, sino un rival anónimo pero con capacidad destructiva sobresaliente. Así me siento con respecto al hacker. Hoy he sido hackeada. Alguien o algunos osaron transgredir mi privacidad y borrar todo mi inbox. La sensación fue extraña'.
Los blogs también han originado a los photologs (en los cuales sus autores postean fotos y comentarios, como el recientemente censurado photolog de la tapatía de La Puta del Cuento por 'vulgar e inapropiado', le explicaron los administradores) y a los podcasts (de iPod + broadcast), una variante que privilegia la música y permite programar selecciones personales a la manera de una estación de radio. Se calcula que ya hay cerca de 750 mil sitios de este tipo.
No es necesario atiborrar esta nota de direcciones electrónicas, ya que lo más fácil es anotar en google el nombre de algún escritor 'amateur, emergente o reconocido' y zambullirse entre las decenas de resultados arrojados: alguno de ellos llevará a su blog, si tiene uno. Los blogs por lo general contienen varios links que a su vez conducen a otros que enlistan a su vez otras referencias, lo que convierte a este medio en un interminable organigrama fractal, una pizarra electrónica con cientos de miles de desdoblamientos: la biblioteca de Babel está aquí. Lo sorprendente es que a pocos años de su creación (1999) los blogs se han popularizado tanto que constituyen ya un medio imprescindible para millones de usuarios en todo el mundo y cuyos intereses comprenden prácticamente todas las actividades humanas (¿dónde estaban antes del internet?). Tanto, que la Fundación Electronic Frontier ha publicado una guía legal (www.eff.org/bloggers/lg/) para el uso de weblogs que ofrece información sobre las posibles implicaciones jurídicas de esta actividad. La guía orienta a los usuarios de blogs que tienen dudas sobre cuestiones como el anonimato de las fuentes o los derechos de autor.
En el pasado remoto quedaron ya los volantes mimeografiados, los esténciles, los fanzines fotocopiados, las máquinas de escribir... recursos utilizados hoy solamente por artistas o entes nostálgicos. Si a los sitios que hasta ahora ofrecen blogs gratuitos no les da por cobrar por este servicio, en pocos años éstos competirán con los grandes diarios, revistas y editoriales por estos millones de ávidos e inquietos lectoescritores.
Finalmente, con todas las ventajas de los blogs, no está de más recordar la advertencia de Yépez en el sentido de que ?el Internet es un no-lugar, es decir, estrictamente una utopía; sí, pero una utopía llena de virus y que suele caerse cada cinco minutos?.
Por un país de lectores en línea.